En 2021 participé con dos obras del "22º Encuentro Provincial de Poetas y Narradores" en el marco de la Feria Regional del Libro de Villa Constitución. Esos textos fueron: "La Casa" y "Puertas", este último obtuvo la Mención Especial del Jurado. Me parece oportuno compartirlo ahora que se está llevando adelante el juicio por la rerpresión ocurrida en Villa Constitución en marzo de 1975 porque está basado en esos dolorosos momentos que atravesamos los villenses en aquellos tiempos, un año antes del golpe de estado de 1976, durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón "Isabelita".
Puertas
Corría, en la noche
oscura y fría, corría. Tenía miedo. Podía sentir en el aire el olor de su
propio miedo. Corría pegado a las paredes, buscaba alguna puerta abierta, pero
todas las puertas estaban cerradas, soldadas por el miedo. No como las puertas
de sus compañeros, esas puertas estaban destrozadas, se las abrieron a patadas.
Todavía escuchaba el estallido de las maderas. Ahora esas puertas eran bocas
oscuras, que no podían hablar.
Y a sus compañeros se
los llevaron… Apenas los conocía, hacía tan poco que había llegado. Compañeros
que conoció en la fábrica, en la covacha, como llamaban al lugar donde
compartían el mate en el descanso. La fábrica, tan distinta a todo lo que
conocía…
Gritos que llegaban
de todas partes lo devolvieron a la realidad, al miedo, a la carrera ciega en
el frío de la noche de ese otoño incipiente. Se olvidó de la fábrica, buscó en
su mente un posible destino, no lo encontró. No conocía la ciudad, hacia tan
poco que había llegado y todo era tan distinto a su pueblo de amplios paisajes,
su pueblo ahora tan lejano.
Y sus compañeros, con
sus puertas destrozadas, y los gritos, los perros, los tiros, ¡Cuántos tiros!,
nunca escuchó tantos, y tan cerca. Siguió corriendo, el miedo le impregnaba la
piel. Y los tiros seguían, los gritos también… y el ruido de las puertas
destrozadas. Un ruido que la recordaba la caída de los quebrachos en el monte
cercano a su pueblo.
Su abuelo fue
hachero, pero el quería otra cosa, dejó el pueblo y vino al sur de Santa Fe
para ser obrero. Su abuelo tiraba quebrachos que caían con un ruido parecido a
las puertas destrozadas de sus compañeros. Pero su abuelo murió, y su escaza
familia estaba lejos. Y ahora estaba solo, corriendo en la noche, y tenía
miedo, mucho miedo. Ya casi no podía respirar, pero seguía corriendo, buscando
una salida a esa noche de terror.
Corría entre las
casas bajas, de techos planos, y recordó que con algunos compañeros estuvieron
en una techada, ese ritual que en su pueblo no conocía, allá las casas no
tenían estos techos, las casas eran distintas. Recordó el pasamanos de baldes
con la ‘porlan’ y el asado en medio de la techada. Y esa casa que ayudaron a
levantar ahora no tenía puerta, la habían destrozado a patadas los hombres que
llegaron en tantos autos que no se podían contar.
Hombres que tenían
armas que nunca había visto, que tiraban tantos tiros que ensordecían. En el
monte, allá en su pueblo, se escuchaban de vez en cuando los escopetazos de los
cazadores, pero esto era distinto, eran muchos, demasiados tiros, unos tras
otros. Y siguió corriendo…
Y recordó el río, una
ráfaga de aire húmedo le trajo el olor de la costa, olor a barro y camalotes. Y
recordó la canoa de “el gringo”, ese compañero
rubio que en la fábrica siempre hablaba de su canoa, de la isla, de los
fines de semana de pesca y ranchada. Si llegaba al río, si encontraba la canoa,
a lo mejor podía escaparse. Se aferró a esa esperanza.
De pronto el piso
desapareció y se encontró rodando entre árboles y yuyales, algunas espinas le
desgarraron los brazos. En la noche, en la desesperación, enceguecido por el
miedo, no se dio cuenta que había llegado hasta la barranca y ahora caía,
rodaba, hacia el bajo. Logró detenerse, se incorporó con dificultad, le dolían
los golpes de la caída, las heridas de las espinas y el pecho por el enorme
esfuerzo de la carrera.
El lento y rítmico
golpe de las aguas contra la ribera, el aire denso y húmedo de esa primera
noche del otoño, le revelaron que el río estaba muy cerca. En la cerrada noche
poco se veía, pero se dejó guiar por el sonido del río, caminó como un
borracho, se sentía mareado y confundido. Recién en ese momento pudo tomarse un
tiempo para intentar entender qué pasaba. Fue entonces que le pareció ver una
canoa en la orilla, iba a correr hacia ella cuando escuchó de nuevo un ruido duro
y seco, como el de las puertas destrozadas.
Y cayó sobre el
barro, con los brazos extendidos, como intentando volar hacia aquel pueblo del
que había llegado hacia tan poco tiempo. A comienzos de este marzo fatal.
La sangre, su sangre,
se mezcló con el agua turbia del Paraná, pero nunca lo supo.
El 20 de marzo de
1975 Villa Constitución, este taco de la bota santafesina, fue el laboratorio
donde se probaron los virus del miedo que un año después se inyectarían en la
sangre de todo un país. Virus como el "no te metas", "algo habrá
hecho", "a cualquiera le puede tocar", extendieron una epidemia
de terror y nos sumieron en una larga cuarentena que nos encerró sobre nosotros
mismos para evitar la muerte que rondaba por las calles.
En aquella primera
noche fatal, cuando Villa Constitución fue inundada de Falcon verdes y
vehículos de todas las fuerzas de seguridad, la muerte y el terror reptaron por
cada calle. Se sumaron decenas de detenidos, muertos y desaparecidos. Cuentan
que entre ellos hubo algunos que nunca se registraron oficialmente, jóvenes
llegados desde otras provincias a trabajar en la industria metalúrgica, sin
familia, tan nuevos en la ciudad que eran desconocidos, por lo que nadie
reclamó por ellos. La historia precedente está inspirada en esa historia
anónima.
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