miércoles, 6 de marzo de 2024

"Puertas", un relato sobre marzo de 1975

En 2021 participé con dos obras del "22º Encuentro Provincial de Poetas y Narradores" en el marco de la Feria Regional del Libro de Villa Constitución. Esos textos fueron: "La Casa" y "Puertas", este último obtuvo la Mención Especial del Jurado. Me parece oportuno compartirlo ahora que se está llevando adelante el juicio por la rerpresión ocurrida en Villa Constitución en marzo de 1975 porque está basado en esos dolorosos momentos que atravesamos los villenses en aquellos tiempos, un año antes del golpe de estado de 1976, durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón "Isabelita". 



Puertas

Corría, en la noche oscura y fría, corría. Tenía miedo. Podía sentir en el aire el olor de su propio miedo. Corría pegado a las paredes, buscaba alguna puerta abierta, pero todas las puertas estaban cerradas, soldadas por el miedo. No como las puertas de sus compañeros, esas puertas estaban destrozadas, se las abrieron a patadas. Todavía escuchaba el estallido de las maderas. Ahora esas puertas eran bocas oscuras, que no podían hablar.

Y a sus compañeros se los llevaron… Apenas los conocía, hacía tan poco que había llegado. Compañeros que conoció en la fábrica, en la covacha, como llamaban al lugar donde compartían el mate en el descanso. La fábrica, tan distinta a todo lo que conocía…

Gritos que llegaban de todas partes lo devolvieron a la realidad, al miedo, a la carrera ciega en el frío de la noche de ese otoño incipiente. Se olvidó de la fábrica, buscó en su mente un posible destino, no lo encontró. No conocía la ciudad, hacia tan poco que había llegado y todo era tan distinto a su pueblo de amplios paisajes, su pueblo ahora tan lejano.

Y sus compañeros, con sus puertas destrozadas, y los gritos, los perros, los tiros, ¡Cuántos tiros!, nunca escuchó tantos, y tan cerca. Siguió corriendo, el miedo le impregnaba la piel. Y los tiros seguían, los gritos también… y el ruido de las puertas destrozadas. Un ruido que la recordaba la caída de los quebrachos en el monte cercano a su pueblo.

Su abuelo fue hachero, pero el quería otra cosa, dejó el pueblo y vino al sur de Santa Fe para ser obrero. Su abuelo tiraba quebrachos que caían con un ruido parecido a las puertas destrozadas de sus compañeros. Pero su abuelo murió, y su escaza familia estaba lejos. Y ahora estaba solo, corriendo en la noche, y tenía miedo, mucho miedo. Ya casi no podía respirar, pero seguía corriendo, buscando una salida a esa noche de terror.

Corría entre las casas bajas, de techos planos, y recordó que con algunos compañeros estuvieron en una techada, ese ritual que en su pueblo no conocía, allá las casas no tenían estos techos, las casas eran distintas. Recordó el pasamanos de baldes con la ‘porlan’ y el asado en medio de la techada. Y esa casa que ayudaron a levantar ahora no tenía puerta, la habían destrozado a patadas los hombres que llegaron en tantos autos que no se podían contar.

Hombres que tenían armas que nunca había visto, que tiraban tantos tiros que ensordecían. En el monte, allá en su pueblo, se escuchaban de vez en cuando los escopetazos de los cazadores, pero esto era distinto, eran muchos, demasiados tiros, unos tras otros. Y siguió corriendo…

Y recordó el río, una ráfaga de aire húmedo le trajo el olor de la costa, olor a barro y camalotes. Y recordó la canoa de “el gringo”, ese compañero  rubio que en la fábrica siempre hablaba de su canoa, de la isla, de los fines de semana de pesca y ranchada. Si llegaba al río, si encontraba la canoa, a lo mejor podía escaparse. Se aferró a esa esperanza.

De pronto el piso desapareció y se encontró rodando entre árboles y yuyales, algunas espinas le desgarraron los brazos. En la noche, en la desesperación, enceguecido por el miedo, no se dio cuenta que había llegado hasta la barranca y ahora caía, rodaba, hacia el bajo. Logró detenerse, se incorporó con dificultad, le dolían los golpes de la caída, las heridas de las espinas y el pecho por el enorme esfuerzo de la carrera.

El lento y rítmico golpe de las aguas contra la ribera, el aire denso y húmedo de esa primera noche del otoño, le revelaron que el río estaba muy cerca. En la cerrada noche poco se veía, pero se dejó guiar por el sonido del río, caminó como un borracho, se sentía mareado y confundido. Recién en ese momento pudo tomarse un tiempo para intentar entender qué pasaba. Fue entonces que le pareció ver una canoa en la orilla, iba a correr hacia ella cuando escuchó de nuevo un ruido duro y seco, como el de las puertas destrozadas.

Y cayó sobre el barro, con los brazos extendidos, como intentando volar hacia aquel pueblo del que había llegado hacia tan poco tiempo. A comienzos de este marzo fatal.

La sangre, su sangre, se mezcló con el agua turbia del Paraná, pero nunca lo supo.

 

El 20 de marzo de 1975 Villa Constitución, este taco de la bota santafesina, fue el laboratorio donde se probaron los virus del miedo que un año después se inyectarían en la sangre de todo un país. Virus como el "no te metas", "algo habrá hecho", "a cualquiera le puede tocar", extendieron una epidemia de terror y nos sumieron en una larga cuarentena que nos encerró sobre nosotros mismos para evitar la muerte que rondaba por las calles.

En aquella primera noche fatal, cuando Villa Constitución fue inundada de Falcon verdes y vehículos de todas las fuerzas de seguridad, la muerte y el terror reptaron por cada calle. Se sumaron decenas de detenidos, muertos y desaparecidos. Cuentan que entre ellos hubo algunos que nunca se registraron oficialmente, jóvenes llegados desde otras provincias a trabajar en la industria metalúrgica, sin familia, tan nuevos en la ciudad que eran desconocidos, por lo que nadie reclamó por ellos. La historia precedente está inspirada en esa historia anónima.


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