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EL POETA
Era noche, era angustia, un indefinible olor cubría el denso ambiente del pequeño departamento. Una profunda quietud parecía desprenderse de cada minuto que alargaba su soledad.
Tomó un papel, lo estrujó… el sonido seco le causó un sobresalto. Le pareció que el silencio le prestaba ecos hasta hacerlo eterno. Hizo con él un bollo y lo arrojó contra la pared…
-Mierda, dijo con bronca, quizá también con dolor.
La mano agarrotada sobre la lapicera le dolía, miró el papel vacío y sintió un raro temblor que le subía desde el estómago al ver ese espacio que hasta se le asemejaba tridimensional. Quería, deseaba con toda intensidad poblar el papel de palabras, de sentimientos pero algo superior a sus mejores esfuerzos lo impedía…
Cerrando los ojos recordó como en los tediosos y ya lejanos días de su juventud encontró en la poesía un remanso para sus horas grises. En las palabras que primero leyó con avidez, y más tarde en las que llevó por mano propia al papel, halló siempre un irse, un evadirse, de su vida condenada –vaya a saber porque extraño designio- a la mediocridad.
Quiso desde entonces convertir sus sentimientos en poesía, pero no lograba trasmitir en sus versos el verdadero y profundo caudal de emociones que se extendían por su alma. Con el paso del tiempo esa incapacidad lo fue sumiendo en el desasosiego y la impotencia. Con creciente desesperación comprobaba que cada intento de lograr su mejor poema terminaba en un papel cubierto por palabras que se le aparecían huecas, vacías, sin lograr conformar un cuerpo homogéneo. Desanimado advertía que su obra se mostraba carente de ese halo vital que debe trasmitir una obra de verdadero arte.
Con el tiempo fue dejando de lado sus aspiraciones, tratando de encausar su vida por otros carriles, relegando a lo más hondo de su ser el poeta que no lograba consumar. Pero nunca alcanzó a sentirse bien consigo mismo, sentía que estaba falseando su destino, engañándose a si mismo. Vivió como uno más, una existencia anodina, una vida que entendía desperdiciada. Por eso en lo que entendía eran las postrimerías de sus días, harto de su monótono transcurrir, recuperó sus cuadernos ajados y polvorientos.
- Por fin –se dijo-, llegó el momento …
Fue un intento de conjurar lo mejor de si, todas sus fuerzas ante un vacío blanco que le causaba vértigo. Era un dios con un universo por crear y temía el resultado de esa creación.
De entre las viejas hojas rescató los que consideró sus mejores versos, sus momentos más felices, sus penas más hondas, su llanto más verdadero, sus metáforas más inspiradas. Para ello releyó con fruición durante horas los poemas escritos durante largos años en su soledad de fracasado, fruto de ese estigma de hombre sin fortuna. Poco a poco fue creando su propia antología, seleccionando, ora eligiendo, ora desechando, era como ir reconstruyendo su memoria.
Tras horas de intenso y febril trabajo tomó un breve descanso, había leído y escrito toda la noche, el alba se anunciaba con fulgores rojizos y un apagado trinar de pájaros quebraba apenas el silencio de su departamento. No se dio cuenta en que momento entre un largo sopor del que salió cuando las últimas luces del día llenaban la mesa de alargadas sombras.
Se restregó los ojos y con la vista aún nublada por el sueño empezó a leer, recorrió cada verso, cada línea, cada palabra, pero el resultado le pareció lamentable, insulso, una colección de expresiones sin vida, irremediablemente muertas. Sin levantarse de su silla decidió encarar otra noche de trabajo y luego otra. Obsesionado, rayano a la desesperación entró en una vorágine de escribir y transcribir papeles sin cesar. Dejó de dormir, de comer, armando y rearmando su rompecabezas de palabras en forma incesante.
Si alguien lo hubiera visto no habría reconocido en el a un hombre, sino más bien a un fantasma, habría encontrado un ser enflaquecido hasta los huesos, pálido, de ojos enrojecidos y un hedor rancio que lo envolvía. Un ser que, pese a su estado, aún seguía luchando con todas sus fuerzas, aunque ya pocas, contra un destino que lo obligaba al anonimato, a ser tan solo un ignoto personaje que jamás trascendería como poeta.
Y fue así que en el último instante de lucidez entendió que aún le quedaba un recurso, un fatal y último recurso, para dotar de vida a sus versos. Con fuerzas que solo podían nacer de su delirio buscó un tintero y una pluma que le habían quedado de sus viejos estudios de caligrafía y reunió los papeles en blanco que le quedaban.
Con una trincheta cortó las venas de su mano izquierda y drenó la sangre al tintero. Mojó la pluma y empezó a transcribir sus versos, transfiriendo a ellos toda su esencia junto a su sangre. Moría con cada palabra, pero a la vez sentía que renacía en cada una de ellas. Así, palabra a palabra fue reencarnándose en su libro postrero…
Días después los vecinos avisaron a la policía que del departamento emanaba un olor nauseabundo y que al viejo loco hacía tiempo que no lo veían. Cuando los efectivos ingresaron encontraron el cuerpo derrumbado sobre un escritorio lleno de papeles. Parecía desangrado pero no se veían rastros de sangre por ninguna parte. La autopsia confirmó la hipótesis del suicidio y fue sepultado en un solitario entierro.
El vió parte del proceso, o mejor dicho, lo sintió desde su cuerpo de papel. Cuerpo que yace en el archivo de un juzgado como parte de las pericias ya olvidadas del suicidio de un anciano a quien nadie recuerda.
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