"EL LIBRO"
-¡Aquí está!, se escuchó desde dentro del oscuro pasillo. Al otro lado del mostrador el hombre, con evidente paciencia, estiró su cuello y trató de ver a través de la estrecha puerta al viejo librero, pero sólo pudo divisar unos estantes polvorientos. Más allá de ellos la semipenumbra impedía precisar los contornos de las estanterías que llenaban el recinto. En algún lugar de ese inabarcable depósito, desandando viejos corredores –así lo imaginaba- se acercaba el viejo con el ansiado hallazgo. -Aquí está, repitió, apareciendo en el corredor central que desembocaba en la puerta; se acercaba con lentitud, como si años de inmovilidad hubiesen atrofiado sus piernas. –Aquí está, -volvió a decir- , aquí está su libro… El hombre, con desesperación mal disimulada, posó codiciosamente los ojos sobre la gruesa cubierta del libro que el viejo exhibía en sus manos. Se pasó la lengua sobre los resecos labios al tiempo que le temblaban las manos y una fina capa de sudor le bruñía la frente. Quiso decir algo, moverse, estirar las manos, tomar el libro, pero la ansiedad le agarrotaba los músculos; se quedó mirando el preciado objeto con avidez pero sin lograr salir de su parálisis. -Aquí está el libro –dijo nuevamente el viejo, de atildado porte pero al que rodeaba un leve olor acre y rancio. Detrás de unos anteojos cuya forma circular invitaban a perderse en dos pozos de profundidad indefinible, se asomaban unas cejas tupidas y blancas. Depositó suavemente el libro sobre el mostrador con unas manos entre cuyas arrugas aparecían finas líneas de polvo. Su boca casi desdentada y de la que emanaba un olor a menta incongruente con el resto de su imagen, se abrió lentamente. Esperó que el silencio le prestara el marco adecuado para sus próximas palabras y entonces dijo con parsimonia pero sin eufemismos: -Aquí está el libro de la vida eterna… Las palabras, cargadas de una energía que pareció multiplicarlas como un eco proveniente de tiempos inmemoriales, se extendieron por la atmosfera seca. Ante esta afirmación, el que esperaba alcanzó a llevar sus dedos temblorosos hasta la tapa del libro y lentamente recorrió con ellos el arcaico relieve que le daba nombre. De pronto el viejo rompió otra vez el silencio. -Aquí está el libro por el que tantos se condenaron y murieron para siempre, pero por el que usted pagó un bajo precio… Después de unos instantes de agobio, en el cual detuvo el recorrido de su mano, alzó los ojos alucinados e inquisitivo observó al viejo. -Apenas su alma, ¿no le parece un bajo precio a cambio de la eternidad?, se explicó el viejo y con una leve sonrisa meliflua y cierta solemnidad le dijo: -Lo felicito, la vida eterna es suya. Con un evidente gran esfuerzo el hombre alcanzó a preguntar: -¿Es mío?, ¿puedo verlo?... -Tómelo, es suyo –confirmó el librero -¿Y con sólo leerlo viviré eternamente? Luego de un instante en el que las pulsaciones de su corazón parecieron ahogarlo vio que el viejo negaba con la cabeza. -No, no hace falta leerlo, con solo abrirlo en la página precisa es suficiente. -¿Y cuál es esa página?. -Usted lo sabrá al mirarlo. Indeciso, tembloroso, el hombre recorrió con su índice, casi acariciándolas las antiquísimas hojas. Dudó unos segundos y luego, con una determinación rayana a la inconsciencia, abrió el libro y un extraño fulgor que no se veía allí desde hacia siglos invadió la librería. Minutos después el viejo llevó el libro hacia el secreto anaquel donde permanecerá oculto hasta que alguien lo vuelva a reclamar en busca de la vida eterna. Antes de colocarlo en su sitio observó la nueva página que lo engrosaba. En ella, presa entre inextricables palabras, un alma más vivirá eternamente. El viejo sonrió y guardó el libro. |
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